“Quien no trabaja, no come”. ¿Qué tanto de
cierto, riguroso, cruel o real, tiene la frase?
- Digo yo, que no tendría
ningún sentido si a la niñez se quisiera hacer referencia. Sin embargo, la
realidad es otra y entristece mi corazón, motivándome a levantar una voz de
protesta.
Fui al mercado con la
idea de comprar buenos ingredientes para la preparación de un suculento y
delicioso almuerzo dominguero. Entendido está, que las compras se hacen con
dinero, y éste lo he obtenido de un trabajo riguroso y esforzado. De ese que no
abunda. Es escaso. Pero, no porque lo que abunde sea el trabajo fácil, sino que
aquí en el Perú, no hay trabajo. Son casi nulas las oportunidades. Del poco
trabajo, éste paga lo insuficiente para quedarse con hambre, sin casa, sin
techo y demás.
Me hice de varias
bolsas pesadas al contener frutas, verduras, abarrotes y pescado. Llegué a
casa, y estando frente a la puerta a punto de ingresar, una voz tierna me hizo
detener el paso y voltear. Era una niña acompañada de su mamá. Una niña ofreciéndome
en venta caramelos. Una niña maltratada por su pobreza e indiferencia del
Estado. Atiné a sacar una moneda y dársela, sin pedir a cambio caramelo alguno.
Pero, sentí que no fui suficiente. Se me oprimió el corazón. No por pena ni
lástima, sino por lo injusto que es este país. Lo injusto de sus gobernantes.
Lo falso de parte o todo de un discurso presidencial por 28 de julio. Lo
injusto de quienes miran, callan y siguen su camino. Lo injusto de quienes ignoran
esta realidad. Lo injusto de quienes se atreven a llamarse defensores de los
derechos humanos. Lo injusto de ser egoístas.
Lo injusto de no amar al prójimo.
Entré a casa. Dejé
las bolsas e inmediatamente preparé un regalo para aquella niña y su madre. Lo
hice rápido para evitar se pudieran haber ido lejos de la casa. Gracias a Dios,
no fueron lejos. Madre e hija estaban sentadas al filo de la vereda. Me
acerqué, y le ofrecí el presente a la niña. Le dije que quería compartir algo
con ella, y que lo disfrutara. El regalo era una gaseosa, galletas y dulces. El
corazón se me desoprimió. No fue una descarga de conciencia. Tampoco, un
interés por hacerme el buen samaritano. Fue un mínimo acto de justicia para
quien representa a miles de niños capaces de mantener una sonrisa a pesar de la
extrema pobreza en la que les toca vivir.
¡Gracias, señor! – Me
dijo.
Para mí, su sonrisa en
aquel rostro angelical fue suficiente. No había nada que agradecer. No pude hacer
más. Como la mayoría, tengo un trabajo poco remunerado. Pero, si puedo decir: ¡Feliz
día del Niño!
Edgar Andrés Cuya Morales