No
sé cuándo, ni quién puso en boga aquello de que la escuela era el Segundo Hogar.
Pero, si sé que parecía funcionar como tal, en el sentido aquel de encontrar, fuera
de casa, a otras figuras adultas con carácter paternal y amical, repitiendo los
mismos y tantos consejos y advertencias que solemos oír los hijos de los padres
acerca de la importancia del estudio y el saber comportarnos como muchachos de
bien.
En
la escuela te ponen a un tutor o tutora al frente del aula y/o sección – otras hasta
un “cotutor” – a quienes los suponemos distintos al común profesor de curso,
asignatura o área curricular. Y, al parecer, designados sin otra mayor
preocupación que cumplir con la norma. Pero, hay algo que la escuela sigue
pasando por alto o dando por hecho, y es que – en primer lugar – no debería
dejar suponer, sino hacer saber, tanto a los estudiantes como los padres de
familia: quién es la persona con el encargo de tutor o tutora, qué es serlo y que
autoridad le es otorgada. En segundo lugar, y vista la realidad que se tiene enfrente,
la escuela debería mostrarse con mayor preocupación siempre que, directa e
indirectamente, estuviera dando por hecho que el profesor, con la sola condición
de padre o madre, se lo suponga un buen tutor o tutora. Al respecto, consideremos
el hecho de que los padres de familia aprenden a ser padres en la marcha;
entonces, y en lo que pueda estar comprendida la comparación, dicha condición
no garantizaría la calidad del tutor o tutora. Lo que deben hacer las escuelas es
innovar su gestión con la propuesta de un plan de autoformación de profesores
en calidad de tutores. De ese modo, hasta sus “escuelas de padres” serían interesantes
y de gran acogida.
Los
tiempos son otros, pero los educadores no debemos permitir que los resultados de
la educación sean contrarios al buen nivel de enseñanza y aprendizaje, a las
buenos hábitos y costumbres y al don de gente.
Hoy,
se sabe de la fragilidad y las posibles amenazas en la que se ve expuesto el
profesor ante el uso de su autoridad sobre los estudiantes, pero la escuela – ni,
aun así – debe dejar de ser el Segundo Hogar.
El
simple hecho de poner tutores en las aulas no creo le haya bastado a la escuela
para alcanzar el reconocimiento de Segundo Hogar, y sí creo que la escuela fue
reconocida como tal porque, además de ser el recinto del saber, el profesor
podía ser apreciado por sus alumnos tan igual como un padre o madre por sus
hijos. Lo que da a entender que la labor docente se extendía a mayores
preocupaciones que el dictado de clases. Definitivamente, sin extremos y de
mutua reciprocidad, y eso se supone lo sabe hacer la escuela porque todo
quehacer educativo es intencional y se debe previamente a planes.
Desde
que el hombre se educa se lo entiende más humano, mejor persona y buen
ciudadano. Lamentablemente no es la generalidad, sino la excepción, y eso está pasando
porque la escuela no parece ser más el Segundo Hogar.
En
el presente año, se les ha propuesto a las escuelas orientar su gestión en base
a su autonomía e innovación; por tanto, no solamente el balón ha sido puesto en
su cancha, sino se espera que no se patee por patear.
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